Prólogo y primer capítulo - Vientos de Revolución

Vientos de Revolución Parte I - Prólogo

Mucho antes de que las sandalias romanas pisaran las tierras con pie de plomo. Antes de que el gran Alejandro avanzara con determinación de hierro a través del territorio persa. Antes que en Egipto se erigieran las majestuosas pirámides. Antes que el Imperio Chino levantara sus murallas, incluso antes de los elevados muros de Babilonia y Troya, existió un Imperio en expansión que aplastó a sus oponentes valiéndose de algo más que las propias armas.

             El mundo ha cambiado significativamente desde entonces. Aquellas tierras ya nos son las mismas. Los bosques se carbonizaron, las montañas se hundieron en los mares y nuevos horizontes han surgido, trayendo consigo nuevas culturas, nuevos nombres, una nueva historia…

           Pero hay quien dice que los ecos de centurias olvidadas aún pueden ser oídos, perdidos en altos valles, surgiendo desde las olas, transportados a lomos del viento y la nevisca.

Escucha, pues, viajero, las voces de la gente de antaño, sus risas y llantos, su felicidad y tristeza infinita. Escucha, viajero, esta historia perdida de honor, valentía, gloria y sacrificio; de fuego y acero, temple y valor. Y no cierres los ojos cuando acaso te cruces con odios y traiciones, poder avasallador y muertes horribles. Camina firme con la frente en alto y jamás demuestres temor; pues debo informarte, viajero, acabas de ingresar en los dominios de Prunia la Terrible.




1

 

La última bruma

 

 

El niño salió de la casa a trompicones, su cara sucia iluminada por una sonrisa radiante. Corrió a través del sembradío, esquivando con agilidad los intentos de captura de sus hermanos mayores. Asestó una patada para zafarse de la última mano que pretendía sujetarlo por el pelo, y gritó:

—¡Vamos, Taki!

Un potente ladrido se tejió con la fría bruma del amanecer. El perro salió disparado desde su escondrijo bajo la pila de leña y alcanzó al niño en cuatro zancadas. Le frotó el morro en la ropa mugrienta y se ubicó hacia el frente, con la lengua afuera. Después, tras dirigir ansiosas miradas al amo, lideró la conocida caminata hacia el río.

Pero aquella mañana el amo se mostraba diferente. Taki lo intuyó al percibir una euforia inusual en su llamado. El niño lo golpeó amistosamente (a veces parecía olvidar el significado de la palabra) y se lanzó a correr como un desquiciado. A Taki se le erizó el pelaje del lomo, la excitación y la adrenalina se regaron como un torrente a través de sus venas. El amo nunca corría de aquel modo, parecía una liebre sacada de su madriguera. Lanzó un ladrido, agachó la cabeza y lo persiguió como si por ello le fuera la vida.

Larek, el niño que acababa de cumplir once años —once inviernos, decía su padre— tropezó con una roca y rodó por tierra. Se incorporó resollando y permaneció en cuclillas con las manos apoyadas en los muslos. Clavó la vista en los altos pajonales, que se alineaban junto al río como una tropa de lanceros guardianes del estrepitoso torrente de agua que bajaba hacia la costa. Taki, que venía pisándole los talones, saltó por encima del amo cuando este cayó y se frenó en seco, con la lengua afuera y las orejas alertas.

—Estoy bien, andrajoso —dijo Larek de mala gana, aunque seguía frotándose las rodillas entumecidas—. Tengo once años, ahora podría patearte el culo si me lo propusiera.

Taki abrió y cerró ligeramente la boca, como si tratara de imitar la forma de comunicación del amo. Movió la cola y permaneció expectante.

—¿Qué miras? —gruñó Larek, al tiempo que se levantaba del sitio de aterrizaje—. Tengo once años. Pronto iré a la cacería mayor, ya no más trabajos domésticos con las mujeres.

Y como si este anuncio fuese una poderosa arenga salida de los labios de un rey, elevó el reluciente cuchillo que había obtenido aquella mañana. Lo agitó en el aire para hendir la pegajosa bruma, e imaginó un sol naciente que se reflejaba en el metal de la hoja y en las runas grabadas que formaban su nombre: Larek.

—Es el mejor regalo —murmuró para sí, palpando el mango de cuerno como si fuese oro—, pronto seré adulto y podré matar demonios y tritones.

Unos metros más adelante, desde la espesura de los pajonales, una pareja de aves zancudas levantó vuelo entre graznidos de cólera. Al instante, Taki olvidó al amo y su cuchillo nuevo, pegó las orejas al cráneo y salió disparado como un rayo tras la repentina presa.

—¡Eh, andrajoso! —gritó Larek, divertido. Y se largó a correr nuevamente, alternando la vista desde el suelo al cuchillo y al perro que lo precedía.

Adoraba ver la impecable hoja de bronce, forjada por su padre para aquella ocasión, empuñada en su mano mientras corría como un guerrero del clan. Acababa de cumplir once años y nada más importaba; solo correr, correr con un cuchillo nuevo en las manos, mientras su perro pastor intentaba atrapar un par de pájaros que les llevaban mucha, demasiada ventaja.

Taki saltó por sobre unos arbustos achaparrados y se detuvo con la cabeza erguida, observando a las aves que se perdían en la lejanía. Aunque hubiese deseado correr hasta caer muerto, el perro sabía muy bien hasta dónde podía llegar. Larek lo alcanzó minutos después, respiraba agitado y se había desabrochado el chaleco de piel de oveja. Se arrojó sobre la hierba para recuperar el aliento y acarició distraídamente a Taki entre las orejas.

Se hallaban en una especie de hondonada por donde discurría el sonoro río, el Biri, que proveía agua dulce, peces y ranas al clan de Larek. Algo más allá, atravesando dos elevadas lomas herbáceas, se erigía el puente de sogas y tablas que habían construido sus ancestros. Larek se quedó contemplándolo mientras rascaba a Taki en el lomo, con esa fascinación que solo los niños experimentan ante las cosas que a los demás les sientan mundanas.

—La frontera, Taki —murmuró—. El límite de la aldea.

El perro se echó y luego volteó la cabeza para observar al amo: los cabellos oscuros de Larek estaban húmedos por la bruma, su cara y sus brazos manchados de verdín. Llevó el hocico a la mano libre del niño y la empujó, como instándolo a emprender alguna acción. El perro pretendía seguir corriendo o regresar a la aldea, cualquier cosa menos permanecer allí sentado muerto de aburrimiento.

Pero Larek tenía la cabeza en otro lado; pues, aunque sus ojos no lograran verlo, sus oídos se hallaban ahora absortos en el rumor que provenía desde más adelante, tras el puente y las lomas. Un sonido tan inconfundible como temido y odiado: el rugido del océano.

—Tengo once años, andrajoso —volvió a repetir en voz baja, mientras apretaba la empuñadura del cuchillo—. Voy a cruzar el puente y bajar a la playa.

Taki se incorporó de inmediato. Había percibido cierto dejo de temor en la voz del amo, pero también resolución y una creciente ansiedad. Algo interesante estaba a punto de ocurrir.

Larek se puso de pie y se arrimó al Biri. Ahuecó las manos, cargó agua y bebió con avidez. Taki se apuró a imitarlo. Más allá, como un concierto incesante de truenos, el fiero y misterioso mar gritaba su poderío a quien quisiera escucharlo.

Y de pronto, en la cabeza de Larek estalló aquella vieja advertencia: Jamás debes ir más allá del puente, ¿lo entiendes, Larek? Nunca te acerques al mar, pues allí se esconden horrores indescriptibles.

Las palabras de su madre parecían flotar aún entre la niebla matutina, cuando el perro, frustrado e impaciente, se encargó de disolverlas. Se irguió sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en el pecho del amo, sacudió la cola y ladró con fuerza.

—¡Quítate, perro de mierda! —gruño Larek, imitando la frase preferida de su padre, al tiempo que lo empujaba a un lado de un manotazo.

Dejó que los pies se impusieran a la cabeza y echó a andar hacia aquel poderoso tronar que lo aguardaba tras los últimos montes.

 

 

El puente oscilaba hacia arriba y abajo, se sacudía con el andar de los visitantes. Era una sensación maravillosa, un tanto atemorizante, que Larek habría disfrutado de no ser por la visión avasalladora que de pronto se apoderó de su ser. El corazón comenzó a galoparle desbocado dentro del pecho, mientras contemplaba los médanos de gruesa arena que se extendían entre pinceladas de arbustos y perdían altura para dejar paso a la playa desierta.

Era un paisaje lóbrego, pensó Larek en un primer momento, una soledad de arena y rocas frías y húmedas, desprovisto de árboles, casas, de gente, de ganado; pero, por alguna extraña razón, no podía dejar de observar aquella soledad opresiva. Era como si ésta lo llamara de algún modo, como si lo invitara a descubrir sus más íntimos secretos. Y, entonces, como cediendo bajo el empuje de sus deseos y pensamientos, la niebla perlada se evaporó frente a sus ojos, revelando por fin al misterioso bramador.

—El océano —murmuró extasiado, oteando el horizonte. Y hasta Taki pareció intimidarse, pues permaneció junto a las piernas del amo sin mover un solo músculo.

El prodigioso océano. Terrible, colosal, tan grande como el mismo firmamento, pero mucho más impetuoso. Larek contempló boquiabierto las grises y revoltosas aguas; las olas, que como gigantescas mandíbulas clavaban sus espumosos dientes en las rocas de la orilla.

Sus rugidos oprimían los pulmones, el aire salado quitaba el aliento, los ojos se entrecerraban ante tal magnificencia. Pero, así y todo, Larek no se sintió horrorizado; más bien identificó la sensación como una euforia embriagadora. Aunque decidió en ese mismo momento que jamás diría una palabra a ningún miembro del clan.

 

 

***

 

 

A unas cuantas leguas de allí, tres hombres se adentraban en los densos bosques greislavos con sus hachas al hombro. Los tres iban enfundados en gruesas chaquetas de lana de oveja, pantalones de piel y botas de cuero. Los leñadores, amigos desde la infancia, cumplían con esta labor al menos cuatro veces a la semana. El invierno recién había terminado, pero aún faltaban unos cuantos meses para que el crudo frío de Greislavia los abandonara para dar paso al verano templado.

—Escuché por ahí que tu último hijo varón ha alcanzado los once inviernos —dijo Ruken a Harok—. ¿Qué le has obsequiado en su día, además del sopapo para levantarlo de la cama?

—El mocoso me ha sorprendido. Siempre temí que acabase muerto, ahogado, perdido, o en la garganta de algún demonio. Ha sabido cuidarse a sí mismo. De modo que le regalé un cuchillo nuevo.

—¡Mierda! —exclamó Sartek, el tercer hombre—. A mí me vendría bien una hoja nueva; desde que los prunos se apropiaron de los yacimientos de cobre de Amafis no consigo más que ese latón opaco, muy útil si deseas liquidar golondrinas… ¿Cuál era el nombre del afortunado?

—Larek.

—Larek, sí. ¿El hijo de Silsa, la de las piernas de roble?

—Silsa no me daría un varón ni que la montara tres veces al día —rió Harok—. No, todas niñas para que le ayuden en el huerto; esa mujer ha hecho una ofrenda secreta a Hanarakin, estoy convencido… Hasta puede que le haya ofrecido su propio cuerpo.

—Ni un dios rechazaría ese par de piernas —bromeó Ruken—, eres afortunado, Harok.

—Supongo. Pero a Larek me lo dio Mikenna, y casi muere al parirlo.

—¿Mikenna, la maliquia de tetas grandes? —preguntó Sartek.

—Tetas grandes y piernas enclenques. Se demora medio día en llevar la carretilla al mercado. Larek salió a ella, siempre fue débil como un conejo. Siempre vagabundeando de aquí a allá con ese perro de mierda.

—Pero ahora tiene un cuchillo nuevo, el muy afortunado —acotó Sartek.

—Ahora vendrá a cazar con nosotros —dijo Harok—. Sus días de conejo se han terminado.

Ruken y Sartek asintieron y permanecieron en silencio hasta que alcanzaron el fresno que habían derribado la semana anterior. Las hachas no tardaron en oscilar bajo la bóveda arbórea; el sonido de la tala resonó en el aire, conmocionando a pájaros y otras criaturas que huyeron en busca de la paz que les acababan de arrebatar.

Los días de conejo de Larek llegaban a su fin, aseguraba Harok. Pero no tenía forma de saber que algo más estaba a punto de terminar, no solo para Larek sino para toda Greislavia.

 

 

***

 

 

Artella se echó atrás sus largas trenzas y se secó el sudor de la frente con la manga del vestido. Se colocó de cara al frío viento del este para apaciguar el tono morado que había adquirido su piel tras el trabajo matutino en el huerto. Más allá, dos de sus hermanastros, Hiras y Rukil, volvían del río con grandes vasijas de agua sobre los hombros.

Artella no dejaba de asombrarse frente a la fortaleza que habían adquirido los dos pichones de oso, como los llamaba su madre, Randis. Hiras contaba trece años y ya había logrado cazar un ciervo adulto; y a Rukil, con quince, lo habían proclamado ganador de la última competencia juvenil organizada en la aldea, la cual comprendía tiro con arco, lucha a mano limpia y lanzamiento de rocas. Pero ninguno de los dos era capaz de vencer a su tercer hermano varón, Larek, en la carrera. Y, aunque detestaban admitirlo, este era el motivo principal por el que se dedicaban a hacerle la vida imposible al más pequeño.

Artella colocó los brazos en jarra y observó a los muchachos. Sus diecisiete años la ubicaban en un sitio de privilegio. Y, aunque cualquiera de los dos podía ponerla a dormir de un solo golpe, el hecho de ser la mayor escondía un cierto poder implícito que los hacía retroceder cuando se enfurecía. Hecho que ni ella misma llegaba a comprender.

—¿Dónde está Larek? —preguntó ceñuda cuando los hermanos pasaron—. Pronto será mediodía y aún no recoge las calabazas que le corresponden.

—No lo sé ni me importa —espetó Hiras a la pasada. Sus cabellos claros se veían pegoteados por la humedad, y el rostro había adquirido la misma tonalidad morada a causa del esfuerzo—. El desgraciado se ganó un cuchillo nuevo esta mañana. De bronce —aclaró.

—Lo vi corretear con Taki —informó Rukil, el mayor—. Se fueron río abajo, como de costumbre.

—Pues más le vale que cumpla con sus tareas antes de que vuelva Harok —murmuró Artella—, o ese cuchillo cambiará rápidamente de dueño y le quedará el culo como una manzana podrida.

La muchacha se limpió las manos en la falda del vestido, recogió la cesta y marchó tras Hiras y Rukil en dirección a la casa. Echó un vistazo al corral de ovejas y repasó mentalmente lo que le aguardaba para la tarde: llevar los animales a la zona de pastoreo con sus otras hermanas. Para ello necesitaban a Taki, más le valía a Larek traerlo pronto o ella misma se encargaría de arrojarle el cuchillo nuevo desde los acantilados.

La bruma había ascendido y el sol brillaba pálido entre retazos de nubes. Las ramas de los árboles se mecían agitadas por el viento del este, que llegaba húmedo desde el Mar Gris y hacía brillar la hierba y relucir los maderos engrasados de la larga vivienda. Una humareda impregnada con el aroma a carne asada se escapaba por el techo. Dentro, Mikenna, Silsa y Randis, las tres esposas de Harok, señor de la casa, preparaban una comida para once comensales; más atrás, Hiras y Rukil acarreaban la mesa y las sillas cerca del fogón.

Artella dejó la cesta en el cobertizo y observó el horizonte nuboso antes de entrar. Se aproximaba una tormenta, podía olerse en el aire. La tarde iba a resultar una verdadera patada en los huevos, como decía su padre.

¿Dónde se metió ese mocoso?, pensó Artella, y fue incapaz de evitar aquel molesto sentimiento de preocupación. El instinto maternal comenzaba a aflorar en su interior; y así debía ser, ya que al término del verano sería libre de buscar pareja y casarse. Resignada, meneó la cabeza y al fin entró a la casa.

En ese momento sonó un cuerno.

Fueron tres largos llamados de alerta que llegaron desde la lejanía, quizá desde el extremo sur de la aldea. Todos dentro de la casa lo oyeron, y quedaron momentáneamente petrificados. No se trató de uno ni de dos llamados; fueron tres, y eso en Greislavia significaba peligro.













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